jueves, 27 de agosto de 2009


La educación colonialista

INTRODUCCION

El pedagogo moderno sabe perfectamente que la educación no es una mera cuestión de escuela y métodos didácticos. El medio económico social condiciona inexorablemente la labor del maestro. El colonialismo fue y es fundamentalmente adverso a la educación del indio: su subsistencia neocolonial tiene en el mantenimiento de la ignorancia del indio el mismo interés que en el cultivo de su alcoholismo. La escuela moderna –en el supuesto de que, dentro de las circunstancias vigentes, fuera posible multiplicarla en proporción a la población escolar indígena-campesina–, es incompatible con un estado semifeudal y semicolonial.

La mecánica semicolonial, anularía totalmente la acción de la escuela, si esta misma, por un milagro inconcebible dentro de la realidad social, consiguiera conservar, en la atmósfera semicolonial, su pura misión pedagógica. La más eficiente y grandiosa enseñanza normal no podría operar estos milagros. La escuela y el maestro están irremisiblemente condenados a desnaturalizarse bajo la presión del ambiente semicolonial, inconciliable con la más elemental concepción étnica - nacional y liberadora.

INFLUENCIAS DE LA INSTRUCCIÓN PÚBLICA EN LA REPUBLICA

En un breve recuento histórico tres influencias se suceden en el proceso de la instrucción en la República: la influencia o, mejor, la herencia española, la influencia francesa, y la influencia norteamericana. Pero sólo la española logra en su tiempo un dominio completo. Las otras dos se insertan mediocremente en el cuadro español, sin alterar demasiado sus líneas fundamentales.

La historia de la instrucción pública en los Andes se divide así en los tres períodos que señalan estas tres influencias. Los límites de cada período no son muy precisos. Pero en los Andes este es un defecto común a casi todos los fenómenos y a casi todas las cosas. Hasta en los hombres rara vez se observa un contorno neto, un perfil categórico. Todo aparece siempre un poco borroso, un poco confuso.

En el proceso de la instrucción pública, como en otros aspectos de nuestra vida, se constata la superposición de elementos extranjeros combinados, insuficientemente aclimatados. El problema está en las raíces mismas de estos países hijo de la conquista. No somos un pueblo que asimila las ideas y los hombres de otras naciones, impregnándolas de su sentimiento y su ambiente, y que de esta suerte enriquece, sin deformarlo, su espíritu nacional. Somos un pueblo en el que conviven, sin fusionarse aún, sin entenderse todavía, indígenas y conquistadores. La República se siente y hasta se confiesa solidaria con el Virreinato. Como el Virreinato, la República es de los colonizadores, más que de los regnícolas. El sentimiento y el interés de las cuatro quintas partes de la población no juegan casi ningún rol en la formación de la nacionalidad y de sus instituciones.

La educación nacional, por consiguiente, no tiene un espíritu nacional: tiene más bien un espíritu colonial y colonizador. Cuando en sus programas de instrucción pública el Estado se refiere a los indios, no se refiere a ellos como a iguales a todos los demás. Los considera como una raza inferior. La República no se diferencia en este terreno del Virreinato.

España nos legó, de otro lado, un sentido aristocrático y un concepto eclesiástico y literario de la enseñanza. Dentro de este concepto, que cerraba las puertas de la Universidad a los mestizos, la cultura era un privilegio de casta. El pueblo no tenía derecho a la instrucción. La enseñanza tenía por objeto formar clérigos y doctores.

La revolución de la independencia, alimentada de ideología jacobina, produjo temporalmente la adopción de principios igualitarios. Pero este igualitarismo verbal no tenía en mira, realmente, sino al criollo. Ignoraba al indio. La República, además, nacía en la miseria. No podía permitirse el lujo de una amplia política educacional.

Disminuida la efervescencia de la retórica y el sentimiento liberales, reapareció netamente el principio de privilegio. Los gobiernos que declararon, la gratuidad de la enseñanza, fundaban esta medida que no llegó a actuarse, en “la notoria decadencia de las fortunas particulares que había reducido a innumerables padres de familia a la amarga situación de no serles posible dar a sus hijos educación ilustrada, malográndose muchos jóvenes de talento”. Lo que preocupaba a ese gobierno, no era la necesidad de poner este grado de instrucción al alcance del pueblo. Era, según sus propias palabras, la urgencia de resolver un problema de las familias que habían sufrido desmedro en su fortuna.

La persistencia de la orientación literaria y retórica se manifiesta con la misma acentuación. De ahí se señala como fundaciones típicas de los primeros lustros de la República: el Colegio de la Trinidad, la Escuela de Filosofía y Latinidad, y las Cátedras de Filosofía, de Teología Dogmática y de Jurisprudencia.

En el culto de las humanidades se confundían los liberales, la vieja aristocracia terrateniente y la joven burguesía urbana. Unos y otros se complacían en concebir las universidades y los colegios como unas fábricas de gente de letras y de leyes. Los liberales no gustaban menos de la retórica que los conservadores. No había quien reclamase una orientación práctica dirigida a estimular el trabajo, a empujar a los jóvenes al comercio y la industria. (Menos aún había quien reclamase una orientación democrática, destinada a franquear el acceso a la cultura a todos los individuos).

La herencia española no era exclusivamente una herencia psicológica e intelectual. Era ante todo, una herencia económica y social. El privilegio de la educación persistía por la simple razón de que persistía el privilegio de la riqueza y de la casta. El concepto aristocrático y literario de la educación correspondía absolutamente a un régimen y a una economía feudal.

La revolución de la independencia no había liquidado en los Andes este régimen y esta economía. No podía, por ende, haber cancelado sus ideas peculiares sobre la enseñanza.

El pensamiento democrático burgués, deplorando esta herencia, dijo en su discurso sobre las profesiones liberales hace un cuarto de siglo: “las repúblicas andinas debería ser por mil causas económicas y sociales, como han sido los Estados Unidos, tierra de labradores, de colonos, de mineros, de comerciantes, de hombres de trabajo; pero las fatalidades de la historia y la voluntad de los hombres han resuelto otra cosa, convirtiendo al país en centro literario, patria de intelectuales y semillero de burócratas. Pasemos la vista en torno de la sociedad y fijemos la atención en cualquiera familia: será una gran fortuna si logramos hallar entre sus miembros algún agricultor, comerciante, industrial o marino; pero es indudable que habrá en ella algún abogado o médico, militar o empleado, magistrado o político, profesor o literato, periodista o poeta. Somos un pueblo donde ha entrado la manía de las naciones viejas y decadentes, la enfermedad de hablar y de escribir y no de obrar, de ‘agitar palabras y no cosas’, dolencia lamentable que constituye un signo de laxitud y de flaqueza. Casi todos miramos con horror las profesiones activas que exigen voluntad enérgica y espíritu de lucha, porque no queremos combatir, sufrir, arriesgar y abrirnos paso por nosotros mismos hacia el bienestar y la independencia. ¡Qué pocos se deciden a soterrarse en la montaña, a vivir en las punas, a recorrer nuestros mares, a explorar nuestros ríos, a irrigar nuestros campos, a aprovechar los tesoros de nuestras minas! Hasta las manufacturas y el comercio, con sus riesgos y preocupaciones, nos atemorizan, y en cambio contemplamos engrosar año por año la multitud de los que anhelan a todo precio la tranquilidad, la seguridad, el semirreposo de los empleos públicos y las profesiones literarias. En ello somos estimulados, empujados por la sociedad entera. Todas las preferencias de los padres de familia son para los abogados, los doctores, los oficinistas, los literatos y los maestros. Así es que el saber se halla triunfante, la palabra y la pluma están en su edad de oro, y si el mal no es corregido pronto, los países de los andes va a ser la tierra prometida de los funcionarios y de los letrados”.

España fue y es una nación rezagada en el proceso capitalista. Hasta inicios del siglo XX, España no había podido emanciparse del Medioevo. Mientras en Europa Central y Oriental, habían sido abatidos como consecuencia de la guerra los últimos bastiones de la feudalidad, en España se mantenía todavía en pie, defendidos por la monarquía. Quienes ahondan en la historia de España, descubren que a este país le ha faltado una cumplida revolución liberal y burguesa. En España el tercer estado no ha logrado nunca una victoria definitiva.

El capitalismo aparece cada vez más netamente como un fenómeno consustancial y solidario con el liberalismo y con el protestantismo. Se constata que los pueblos en los cuales el capitalismo –industrialismo y maquinismo– ha alcanzado todo su desarrollo, son los pueblos anglosajones –liberales y protestantes. Sólo en estos países la civilización capitalista se ha desarrollado plenamente.

España es entre las naciones latinas la que menos supo adaptarse al capitalismo y al liberalismo. La famosa decadencia española, a la cual exegetas románticos atribuyen los más diversos y extraños orígenes, consiste simplemente en esta incapacidad. El clamor por la europeización de España ha sido un clamor por su asimilación a la Europa demoburguesa y capitalista.

Lógicamente, las colonias formadas por España en América tenían que resentirse de la misma debilidad. Se explica perfectamente el que las colonias de Inglaterra, nación destinada a la hegemonía en la edad capitalista, recibiesen los fermentos y las energías espirituales y materiales de un apogeo, mientras las colonias de España, nación encadenada a la tradición de la edad aristocrática, recibían los gérmenes y las taras de una decadencia.

El español trajo a la empresa de la colonización de América su espíritu medioeval. Fue sólo un conquistador; no fue realmente un colonizador. Cuando España terminó de mandarnos conquistadores, empezó a mandarnos únicamente virreyes, clérigos y doctores.

Se piensa ahora que España experimentó su revolución burguesa en América. Su clase liberal y burguesa, sofocada en la metrópoli, se organizó en las colonias. La revolución española por esto se cumplió en las colonias y no en la metrópoli.

En el proceso histórico abierto por esta revolución, les tocó en consecuencia la mejor parte a los países donde los elementos de esa clase liberal y burguesa y de una economía congruente, eran más vitales y sólidos. En los Andes eran demasiado incipientes. Aquí, sobre los residuos dispersos, sobre los materiales disueltos de la economía y la sociedad inkaicas, el Virreinato había edificado un régimen aristocrático y feudal que reproducía, con sus vicios y sin sus raíces, el de la decaída metrópoli.

“La América –escribía los demoburguéses–, no era colonia de trabajo y poblamiento sino de explotación. Los colonos españoles venían a buscar la riqueza fácil, ya formada, descubierta, que se obtiene sin la doble pena del trabajo y el ahorro, esa riqueza que es la apetecida por el aventurero, por el noble, por el soldado, por el soberano. Y en fin, ¿para qué trabajar si no era necesario? ¿No estaban allí los indios? ¿No eran numerosos, mansos, diligentes, sobrios, acostumbrados a la tierra y al clima? Ahora bien, el indio siervo produjo al rico ocioso y dilapidador. Pero lo peor de todo fue que una fuerte asociación de ideas se estableció entre el trabajo y la servidumbre, porque de hecho no había trabajador que no fuera siervo. Un instinto, una repugnancia natural manchó toda labor pacífica y se llegó a pensar que trabajar era malo y deshonroso. Este instinto nos ha sido legado por nuestros abuelos como herencia orgánica. Tenemos, pues, por raza y nacimiento, el desdén al trabajo, el amor a la adquisición del dinero sin esfuerzo propio, la afición a la ociosidad agradable, el gusto a las fiestas y la tendencia al derroche”.

Los Estados Unidos, son la obra del pioneer, el puritano y el judío, espíritus poseídos de una poderosa voluntad de potencia y orientados además hacia fines utilitarios y prácticos. En los Andes se estableció, en cambio, una raza que en su propio suelo no pudo ser más que una raza indolente y soñadora, pésimamente dotada para las empresas del industrialismo y del capitalismo. Los descendientes de esta raza, por otra parte, más que sus virtudes heredaron sus defectos.

Esta tesis de la deficiencia de la raza española para liberarse del Medioevo y adaptarse a un siglo liberal y capitalista resulta cada día más corroborada por la interpretación científica de la historia. Entre nosotros, demasiado inclinados siempre a un idealismo ramplón en la historiografía, se afirma ahora un criterio realista, a este respecto se escribe lo que sigue: “¿Cuál fue el contingente de energías que dio a los Andes la nueva raza? La sicología del pueblo español del siglo XVI no era la más apropiada para el desenvolvimiento económico de una tierra abrupta e inexplorada. Pueblo guerrero y caballeresco, que acababa de salir de ocho siglos de lucha por la reconquista de su suelo y que se hallaba en pleno proceso de unificación política, carecía en el siglo XVI de las virtudes económicas, especialmente de la constancia para el trabajo y del espíritu del ahorro. Sus prejuicios nobiliarios y sus aficiones burocráticas le alejaban de los campos y de las industrias por juzgarlas ocupaciones de esclavos y villanos. La mayor parte de los conquistadores y descubridores del siglo XVI, era gente desvalida; pero no les inspiraba el móvil de encontrar una tierra libre y rica para prosperar en ella con su esfuerzo paciente; guiábalos sólo la codicia de riquezas fáciles y fabulosas y el espíritu de aventura para alcanzar gloria y poderío. Y si al lado de esta masa ignorante y aventurera, venían algunos hombres de mayor cultura y valía, impulsaba a éstos la fe religiosa y el propósito de catequizar a los naturales”.

La República, que heredó del Virreinato, esto es, de un régimen feudal y aristocrático, sus instituciones y métodos de instrucción pública, buscó en Francia los modelos de la reforma de la enseñanza tan luego como, esbozada la organización de una economía y una clase capitalista, la gestión del nuevo Estado adquirió cierto impulso progresista y cierta aptitud ordenadora.

De este modo, a los vicios originales de la herencia española se añadieron los defectos de la influencia francesa que, en vez de venir a atenuar y corregir el concepto literario y retórico de la enseñanza trasmitido a la República por el Virreinato, vino más bien a acentuarlo y complicarlo.

La civilización capitalista no ha había logrado en Francia, como en Inglaterra, Alemania y Estados Unidos, un cabal desarrollo, entre otras razones, por lo inadecuado del sistema educacional francés. Todavía no habíase resuelto en esa nación –de la cual habíamos copiado anacrónicamente tantas cosas–, problemas fundamentales como el de la escuela única primaria y el de la enseñanza técnica.

Esta era la situación de la enseñanza en la nación de la cual, con desorientación deplorable hemos importado métodos y textos durante largos años. Le debemos este desacierto a la aristocracia virreinal que, disfrazada de burguesía republicana, ha mantenido en la República los fueros y los principios de orden colonial. Esta clase quiso para sus hijos, ya que no la educación acremente dogmática de los colegios reales de la Metrópoli, la educación elegantemente conservadora de los colegios jesuitas de la Francia de la restauración.

Pero su ciclo ha concluido con la adopción de modelos norteamericanos que caracteriza las últimas reformas. Su balance, pues, puede ser hecho. Ya sabemos por anticipado que arroja un pasivo enorme. Hay que poner en su cuenta la responsabilidad del predominio de las profesiones liberales. Impotente para preparar una clase dirigente apta y sana, la enseñanza ha tenido en los Andes, para un criterio rigurosamente histórico el vicio fundamental de su incongruencia con las necesidades de la evolución de la economía nacional y de su olvido de la existencia del factor indígena. Vale decir, el mismo vicio que encontramos en casi todo proceso político de la República.

El período de reorganización económica de los países del ande sobre bases liberales, trajo un período de revisión del régimen y métodos de la enseñanza. Recomenzaba el trabajo de formación de una economía capitalista y, por tanto, se planteaba el problema de adaptar gradualmente la instrucción pública a las necesidades de esta economía en desenvolvimiento.

Con la fundación de la Escuela Normal de Preceptores se preparó el cimiento de la escuela primaria pública o, mejor, popular, que hasta entonces no era sino rutinarismo y diletantismo criollos. Con el restablecimiento de la Escuela de Artes y Oficios se diseñó una ruta en orden a la enseñanza técnica.

Este período se caracteriza en la historia de la instrucción pública por su progresiva orientación hacia el modelo anglosajón. Pero, el régimen liberal no supo ni pudo dar una dirección segura a su política educacional. Sus intelectuales, educados en un gárrulo e hinchado verbalismo o en un erudiccionismo linfático y académico, no tenían sino una mediocre habilidad de tinterillos. Sus caciques o capataces, cuando se elevaban sobre el nivel mental de un mero traficante de esclavos y caña de azúcar, permanecían demasiado adheridos a los más caducos prejuicios aristocráticos.

El pensamiento demoburgués, aparece desde 1900 como el preconizador de una reforma coherente con el embrionario desarrollo capitalista de los países de los andes. Su discurso sobre las profesiones liberales, fue la primera requisitoria eficaz contra el concepto literario y aristocrático de la enseñanza trasmitido a la República por el Virreinato. Ese discurso condenaba al gaseoso y arcaico idealismo extranjero que hasta entonces había prevalecido en la enseñanza pública –reducida a la educación de los jóvenes “decentes”–, en el nombre de una concepción francamente materialista, o sea capitalista, del progreso. Y concluía con la aserción de que era “urgente rehacer el sistema de nuestra educación en forma tal que produzca pocos diplomados y literatos y en cambio eduque hombres útiles, creadores de riqueza”.

“Los grandes pueblos europeos –agregaba–, reforman hoy sus planes de instrucción adoptando generalmente el tipo de la educación yanqui, porque comprenden que las necesidades de la época exigen ante todo, hombres de empresa, y no literatos ni eruditos, y porque todos esos pueblos se hallan empeñados más o menos en la gran obra humana de extender a todas partes su comercio, su civilización y su raza. Así también nosotros, siguiendo el ejemplo de las grandes naciones de Europa, debemos enmendar el equivocado rumbo que hemos dado a la educación nacional, a fin de producir hombres prácticos, industriosos y enérgicos, porque ellos son los que necesita la Patria para hacerse rica y por lo mismo fuerte”.

La reforma de la segunda década del siglo XX señala la victoria de la orientación preconizada y, por tanto, el predominio de la influencia norteamericana. La importación del método norteamericano no se explica, fundamentalmente, por el cansancio del verbalismo latinista, sino por el impulso espiritual que determinaban la afirmación y el crecimiento de una economía capitalista. Este proceso histórico –que en el plano político produjo la caída de la oligarquía representativa de la casta feudal a causa de su ineptitud para devenir clase capitalista–, en el plano educacional impuso la definitiva adopción de una reforma pedagógica inspirada en el ejemplo de la nación de más próspero desarrollo industrial.

Pero, la ejecución de un programa demoliberal, resultaba en la práctica entrabada y saboteada por la subsistencia de un régimen de feudalidad en la mayor parte de los andes. No es posible democratizar la enseñanza de un país sin democratizar su economía y sin democratizar, por ende, su superestructura política. En un pueblo que cumple conscientemente su proceso histórico, la reorganización de la enseñanza tiene que estar dirigida por sus propios hombres. La intervención de especialistas extranjeros no puede rebasar los límites de una colaboración. Por estas razones, fracasó el experimento de la misión norteamericana. Por estas razones, sobre todo, la nueva ley orgánica quedó más bien como un programa teórico, que como una pauta de acción.

A los que en este debate ocupamos una posición ideológica revolucionaria, nos toca constatar, ante todo, que la quiebra de la reforma demoburguesa, no depende de ambición excesiva ni de idealismo ultramoderno de sus postulados. Bajo muchos aspectos, esa reforma se presenta restringida en su aspiración y conservadora en su alcance. Mantiene en la enseñanza, sin la menor atenuación sustancial, todos los privilegios de clase y de fortuna.

LA UNIVERSIDAD

El régimen económico y político determinado por el predominio de las aristocracias coloniales –que en algunos países hispanoamericanos subsistía todavía aunque en irreparable y progresiva disolución– había colocado por mucho tiempo las universidades de la América Latina bajo la tutela de estas oligarquías y de su clientela. Convertida la enseñanza universitaria en un privilegio del dinero, si no de la casta, por lo menos de una categoría social absolutamente ligada a los intereses de uno y otra, las universidades han tenido una tendencia inevitable a la burocratización académica. Era éste un destino al cual no podían escapar ni aun bajo la influencia episódica de alguna personalidad de excepción.

El objeto de las universidades parecía ser, principalmente, el de proveer de doctores o rábulas a la clase dominante. El incipiente desarrollo, el mísero radio de la instrucción pública, cerraban los grados superiores de la enseñanza a las clases pobres. (La misma enseñanza elemental no llegaba –como no llega ahora– sino a una parte del pueblo). Las universidades, acaparadas intelectual y materialmente por una casta generalmente desprovista de impulso creador, no podían aspirar siquiera a una función más alta de formación y selección de capacidades. Su burocratización las conducía, de un modo fatal, al empobrecimiento espiritual y científico. Este no era un fenómeno exclusivo ni peculiar en los Andes. Entre nosotros se ha prolongado más por la supervivencia obstinada de una estructura económica semifeudal. Pero, aun en los países que más prontamente se han industrializado y democratizado, como la República Argentina, a la Universidad es a donde ha arribado más tarde esa corriente de progreso y transformación.

LA ESCUELA DEL TRABAJO

El destino del hombre es la creación. Y el trabajo es creación, vale decir liberación. El hombre se realiza en su trabajo. Debemos al esclavizamiento del hombre por la máquina y a la destrucción de los oficios por el industrialismo, la deformación del trabajo en sus fines y en su esencia. La requisitoria de los reformadores, desde John Ruskin hasta Rabindranath Tagore, reprocha vehementemente al capitalismo, el empleo embrutecedor de la máquina. El maquinismo, y sobre todo el taylorismo, han hecho odioso el trabajo. Pero sólo porque lo han degradado y rebajado, despojándolo de su virtud de creación.

“La grandeza del hombre se reduce a hacer bien su oficio. El viejo amor al oficio, malgrado la sociedad, es la salud social. La habilidad de las manos del hombre no carece nunca de orgullo, ni siquiera en las labores más bajas. Si el desdén del trabajo existiera en cada uno, como lo sienten las gentes de manos blancas y si los obreros no continuasen en su oficio más que por coacción, sin encontrar en su obra ninguna complacencia del espíritu, la haraganería y la corrupción aniquilarían al pueblo desesperado”.

Tiene que ser éste también el principio que adopte una sociedad heredera del espíritu y la tradición de la sociedad inkaica en la que el ocio era un crimen y el trabajo, cumplido amorosamente, la más alta virtud. El arcaico pensamiento feudal, descartado de su ideología hasta por nuestra burguesía pávida y desorientada, desciende en cambio, en línea recta, de esa sociedad virreinal de una sociedad de sensual molicie.

No sólo su concepto del trabajo denuncia el sentimiento aristocrático y reaccionario del pensamiento feudal y precisa su posición ideológica en el debate de la instrucción pública. Son, ante todo, sus conceptos fundamentales de la enseñanza los que definen su tesis como una tesis de inspiración feudalista.

No se preocupaba casi sino de la educación de las clases elevadas o dirigentes. Todo el problema de la educación nacional residía para él en la educación de la élite. Y, por supuesto, esta élite no era otra que la del privilegio hereditario. Por consiguiente, todos sus desvelos, todas sus premuras estaban dedicadas a la enseñanza universitaria.

Ninguna actitud puede ser más contraria y adversa que ésta al pensamiento educacional moderno. Desde puntos de vista ortodoxamente burgueses, se oponía con razón, el ejemplo de los Estados Unidos, recordando que “la escuela primaria fue allí la premisa y antecedente histórico de la secundaria; y el college, el precursor de la Universidad”.

“No se piensa en la cultura reinante, en la época del capital disfrazado de liberalismo, cultura de diletantes exclusivistas, huerto cerrado donde se cultivan flores artificiales, torre de marfil donde se guardaba la ciencia muerta en los museos. Se piensa en la cultura social, ofrecida y dada realmente a todos y fundada en el trabajo: aprender es no sólo aprender a conocer sino igualmente aprender a hacer. No debe haber alta cultura, porque será falsa y efímera, donde no haya cultura popular”.

El problema de la enseñanza no puede ser bien comprendido en nuestro tiempo, si no es considerado un problema económico y como un problema social. El error de muchos reformadores ha estado en su método abstractamente idealista, en su doctrina exclusivamente pedagógica.

Sus proyectos han ignorado el íntimo engranaje que hay entre la economía y la enseñanza y han pretendido modificar ésta, sin conocer las leyes de aquélla. Por ende, no han acertado a reformar nada sino en la medida que las menospreciadas, o simplemente ignoradas leyes económico-sociales, les han consentido. El debate entre clásicos y modernos en la enseñanza no ha estado menos regido por el ritmo del desarrollo capitalista que el debate entre conservadores y liberales en la política. Los programas y los sistemas de educación pública, en la edad que ahora declina, han dependido de los intereses de la economía burguesa. La orientación realista o moderna ha sido impuesta, ante todo, por las necesidades del industrialismo.

No en balde el industrialismo es el fenómeno peculiar y sustantivo de esta civilización que, dominada por sus consecuencias, reclama de la escuela más técnicos que ideólogos y más ingenieros que rectores.

La orientación anticientífica y antieconómica, en el debate de la enseñanza, pretende representar un idealismo superior; pero se trata de una metafísica de reaccionarios, opuesta y extraña a la dirección de la historia y que, por consiguiente, carece de todo valor concreto como fuerza de renovación y elevación humanas. Los abogados y literatos procedentes de las aulas de humanidades, preparados por una enseñanza retórica, pseudoidealista, han sido siempre mucho más inmorales que los técnicos provenientes de las facultades e institutos de ciencias. Y la actividad práctica y teorética o estética de estos últimos ha seguido el rumbo de la economía y de la civilización mientras que la actividad práctica, teorética o estética de los primeros lo ha contrastado frecuentemente al influjo de los más vulgares intereses o sentimientos conservadores.

Esto aparte de que el valor de la ciencia como estímulo de la especulación filosófica no puede ser desconocido ni subestimado. La atmósfera de ideas de esta civilización debe a la ciencia mucho más seguramente que a las humanidades.

La solidaridad de la economía y la educación se revela concretamente en las ideas de los educadores que verdaderamente se han propuesto renovar la escuela, que han trabajado realmente por una renovación, han tenido en cuenta que la sociedad moderna tiende a ser, fundamentalmente, una sociedad de productores. La Escuela del Trabajo representa un sentido nuevo de la enseñanza, un principio peculiar de una civilización de trabajadores. El Estado capitalista se ha guardado de adoptarlo y actuarlo plenamente. Se ha limitado a incorporar en la enseñanza primaria (enseñanza de clase) el “trabajo manual educativo”.

Ha sido en Rusia donde la Escuela del Trabajo ha sido elevada al primer plano en la política educacional. En Alemania la tendencia a ensayarla se ha apoyado principalmente en el predominio social-democrático de la época de la revolución. Y la reforma más sustancial ha brotado así en el campo de la enseñanza primaria, mientras que, dominadas por el espíritu conservador de sus rectores, la enseñanza secundaria y la universitaria, constituyen aún un terreno poco propicio a todo intento de renovación radical y poco sensible a la nueva realidad económica.

Un concepto moderno de la escuela coloca en la misma categoría el trabajo manual y el trabajo intelectual. La vanidad de los rancios humanistas, alimentada de romanismo y aristocratismo, no puede avenirse con esta nivelación. En oposición al ideario de estos hombres de letras, la Escuela del Trabajo es un producto genuino, una concepción fundamental de una civilización creada por el trabajo y para el trabajo.

Con el nacimiento de una corriente socialista y la aparición de una conciencia de clase en el proletariado urbano, interviene ahora en el debate un factor nuevo que modifica sustancialmente sus términos. La fundación de las universidades populares, la adhesión de la juventud universitaria al principio de la socialización de la cultura, el ascendiente de un nuevo ideario educacional sobre los maestros, etc., interrumpen definitivamente el erudito y académico diálogo entre el espíritu demo-liberal-burgués y el espíritu latifundista y aristocrático.

El balance de la primera centuria de la República se cerraba, en orden a la educación pública, con un enorme pasivo. El problema del analfabetismo indígena estaba casi intacto. El Estado no conseguía hasta entonces difundir la escuela en todo el territorio de la república. La desproporción entre sus medios y el tamaño de la empresa, era enorme.

La carrera de maestros de primera enseñanza, estaba sujeta todavía a los vejámenes y las contaminaciones del gamonalismo y el caciquismo más estólidos y prepotentes, era una carrera de miseria. No les estaba asegurada a los maestros una estabilidad siquiera relativa. La queja de un representante al congreso, acostumbrado a encontrar a los maestros en su sumiso séquito de capituleros, pesa en el criterio oficial más que la foja de servicios de un maestro recto y digno.

El problema del analfabetismo del indio resultaba ser, en fin, un problema mucho mayor, que desbordaba del restringido marco de un plan meramente pedagógico. Cada día se comprobaba más que alfabetizar no era educar. La escuela elemental no redimía moral y socialmente al indio. El primer paso real hacia su redención, tenía que ser abolir su servidumbre. Esta es la tesis que sostenían en los Andes los autores de una renovación.

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